domingo, 25 de agosto de 2019

33 canciones por minuto



14) Creo que la primera vez que descubrí Zeppelin fue cuando estaba en primer año del secundario. 1997. En realidad, el IV era un vinilo que estaba en casa, pero por esas cosas raras de la vida, mucho no sonaba hasta que un día mi hermano lo desempolvó y lo trajo de nuevo a la vida a una casa donde el hard rock de aquellos melenudos no eran moneda corriente.
Una tarde oscura y fría de otoño, empezó a hacerlo girar. Al principio no le dí mucha bola, ya que estaba embalado con los Beatles, pero no pasaron muchas tardes hasta que algo me hizo click. Había algo en el sonido de la banda que me atrapó de inmediato. Por supuesto que Black dog y Rock and roll eran las que te entraban primero, como sopapo de Alí. Y ni hablar del misticismo y la magia de canciones como The battle of evermore o la archi clásica antena filosofal Stairway to heaven. Misty mountain hop y When the leeve breakes, tenían ese power casi grunge y denso al cual nos habían acostumbrado las bandas de los 90s, y Going to California era un mimo folkie (típicamente Plantiano) que nos daba un respiro en el lado b del disco. Pura brisa veraniega y amor libre.
Pero.
Four sticks es el tema quizás más olvidado del disco y sin embargo para mí, ése tema tiene el nosequé famoso que ya mencioné muchas veces. Es pura magia Zeppeliniana. La potencia de la guitarra de Page, la percusión increíble de Bonham y ese pasaje acústico en el medio. Bueno no sé. Esa música era como pegarse un viaje a la Tierra media sin saber siquiera aún que carajo era eso de la Tierra media. Ese misticismo Tolkieniano fantástico y hermoso, de otoño septentrional pero acá, en la Buenos Aires oscurantista de finales de los noventas. Todo encajaba. En breve, Led Zeppelin sería parte del tridente arrasa-todo rockero con el cual encararía la violencia de un mundo hostil que me esperaba afuera cada mañana que salía de mi casa y atravesaba los suburbios, otrora industriales, para llegar al colegio. 

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