lunes, 30 de agosto de 2021

Podes pasar al confesionario

Estaba mas bueno que chuparse un candelabro con los dedos del pie. Pero Jorge Fritos no suele estar en casa, porque allí el musgo es inmundo. Mundos In mundos. Quizás, Jorge Fritos sea un poco ingenuo en lo que respecta a los intereses de la humanidad, pero lo que pasa es que él no cree en la humanidad. ¿Que hizo la humanidad por él? ¿Que hizo por alguno de nosotros? Este es un canto a la feijoada, porque no entiendo un pepino de portugués y mañana a la noche voy a tener una 'hot date' con una chica brasilera. Hace veinte años debuté con una chica brasilera. El círculo de Baba se cierra. Ahora siento que el hombre que vive allí, es un psicópata pero sólo porque se ríe de sus torturados recuerdos, de su doloroso pasado, cuando le carcomían la mente los dolores por la agonía de vivir, por amar y ser torturado por una vida conflictuada, una vida lacerada por los encapuchados de un mundo viejo. Estamos rotos, decimos, estamos enfermos, perdonennos, perdon en nos, si? Pero no, no nos perdonamos un carajo, entonces el hombre vive ahí, confusión será su epitafio. Como el de Gregorio Lago, como el de Ricardo Masnegro, como el de Roberto Gomez Bolaños, o como el malogrado Andrés Escobar. Todo es una fake news, dijo el droguero al drogador, y en en este carrousell de la vida en el cual damos vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y ya me mareé... Pero es normal que se venga el mareo, porque no entendemos nada al respecto de consignas y tareas. Tuvimos una semana tan dura que no podemos pensar en sujetarnos a consignas pretenciosas, (lo siento mi chica del Brasil). Pero todo se acaba, mal y pronto. Disculpá que te lleves un chasco, pero el que avisa no traiciona, dicen los traidores ante el pabellón de fusilamiento del coronel Aureliano Buendía. Pim pam pum. Adiós. Ya morí de espaldas nena...

Perón cumple, Evita dignifica. Ahora, todos los viernes a la noche, Jorge Fritos, llega a su rancho relaxo y se tiende sobre su cama de musgo latino inevitable. Todo es desidia, todo es decadencia, todo es destrucción. A nadie le importa si yo cuido mi flor, yo la protejo contra el viento. No necesito drogarme para hablar en modo delirio. El exceso de trabajo después de estar casi dos años mirando el techo, puede volver loco a cualquiera. Hasta a Santos. Dumont. Una vez tuve una novia que me decía que me parecía a Santos por el pelo corto y los anteojitos. Era su forma de ratonearse conmigo y así después coger con más ganas. No la culpo, ¿quien puede enamorarse de una oruga? ¿Y de una mariposa? Pimientos, ponedle alas, son mariposas. Arrancadselas y ya sabreis lo que eis, por Zeus. Ahora, zumba la leche, no siente dolor. El viejo Jorge mira por la ventana y como en el cuento anterior, ve pasar un globo aerostático con luces de neón que anuncia cerveza  Duff y el fin de los tiempos venideros. ¿Alguien penso que algún día el tiempo no va a existir más? Algún día el cronómetro del universo volverá a cero, debido a la entropía y bla. 
Me he ido tanto por las ramas que debo hacer una confesión del pene, dedicado al monólogo de la vagina, su agente complementario; en realidad, por si no se dieron cuenta, Jorge Fritos no existe. El dueño de la habitación de musgo, venida a menos, en realidad... bueno, si, soy yo saben. Y no soy más de Leo, ahora soy de Virgo. PD: Te amo Beatles. Y a Sting también que es un churro...

jueves, 5 de agosto de 2021

El último tren a San Luis

Era 1991, tenía siete años y me encontraba cursando segundo grado donde no daba pie con bola. El colegio me parecía un martirio diario y encima de todo, como me pasaría seguido en mi vida, convertía todo ese malestar en una patología. En este caso fue un bronco espasmo fuerte o un asma leve. Me quedaba sin aire, por momentos me costaba mucho respirar y tenía unos ataques de tos insoportables. Entonces vinieron las nebulizaciones en unos aparatitos con una escafandra de goma verde que detestaba, sobre todo por el olor de la medicina que tenía que respirar, mientras veía los dibujitos y trataba de no pensar que al día siguiente debía volver al colegio. Mi situación digamos que continuó estable, pero no lograban sanar mi problema pulmonar. Mi pecho silbaba por las noches, como si tuviera un duende adentro, que me quería llamar la atención a todo momento. Sobre todo a la hora de acostarme y cuando me ponía en posición horizontal. La cosa parecía que no iba a mejorar, hasta que a mis padres les recomendaron un joven médico homeópata que había atendido a mi abuela y al parecer era bastante bueno. Entonces fue que nos acercamos a su consultorio que en ese momento quedaba en el barrio de Constitución en una antigua casa remodelada.

Cuando conocí a Darío, tuvimos buena onda de entrada. Además, me encantó su lugar de trabajo. La secretaria era una mujer grande, una rubia veterana bastante copada. El tipo era una mezcla de Cerati y Mr Bean. Alto y todo un caballero. Me hizo preguntas que nunca un médico me había hecho. Hasta cosas como si le tenía miedo a la oscuridad. Respondí con verdadera honestidad y algunas cosas que hasta mi madre se sorprendió, a lo que él contesto que era lógico que se lo dijera a él porque después de todo era “el tordo”.

Cuestión que me dio una serie de globulitos que es una medicina que viene en bolitas chiquitas que se toman de un saque o se disuelven en un poco de agua. De a poco empezó el tratamiento homeopático. Además, el tordo, le sugirió a mi madre que me llevaran de vacaciones a algún lugar de clima seco, y que me consiguieran una mascota. Lo de la mascota tardó tres años en llegar, pero el viaje se hizo realidad en breve. Mi abuela, que se había atendido previamente con el tordo, estaba recién casada en segundas nupcias con un hombretón de San Luis, merlino para ser más precisos, y como éste tenía una casa allá, surgió la idea y posibilidad de que me llevaran para las vacaciones de invierno de aquel año.

1991 fue un año muy famoso en muchos aspectos. Cayó la Unión Soviética y el capitalismo se afianzó en casi todo el mundo con el tristemente célebre conceso de Washington. Por otro lado, salieron discos de rock tan importantes como casi desde 1973 no pasaba, Nevermind, El albúm negro, Ten, Use Your Illusion 1 y 2, Pelusón of milk, bueno y etc, etc, etc.

Además de estos y otros datos de color, el año 1991 trajo una inédita ola polar sobre Argentina. Con temperaturas extremadamente bajas y tremendas nevadas inéditas en lugares como Córdoba y Mar del plata. En medio de ese contexto de un año bastante particular, yo me embarco en mi primer viaje sin mis padres. La aventura consistía en un viaje en tren con mi abuela y su esposo a quien en ese momento estaba conociendo de a poco.

Cuando llegó el día, una noche de julio, recuerdo que mi viejo me llevó hasta la estación de Retiro desde donde partía el tren a San Luis. No recuerdo bien cuál de las tres estaciones de trenes era pero, si no me equivoco y por lo gran que me parecía todo, era la estación Mitre y el tren salía desde el extremo izquierdo de la estación. Allí nos encontramos con mi abuela y su flamante esposo. Yo estaba bastante emocionado por el viaje y recuerdo que mi viejo, antes de despedirse, fue a algún kiosco que habría allí dentro y me trajo un revolver de plástico, de esos a cebita ¿tan de moda en esos tiempos? La cuestión es que me despedí de padre con un poco de nostalgia pero contento. El viaje empezó y era una experiencia nueva para mí. Si bien ya solíamos ir a Mar del plata en tren, ahora era sin mis padres o hermano, sólo yo y mis abuelos, además de un nuevo destino. El país se habría para mí como un territorio nuevo e inexplorado para conocer. Era mi primer viaje a otra provincia y quizás el viaje que marcaría mi amor por viajar para el resto de mi vida.

Recuerdo muy claro esa noche. Mientras el tren avanzaba en la oscuridad, adentro nos preparábamos para cenar. ¿O habíamos ido cenados? Yo estaba impaciente, sentado al lado de mi abuela, no dejaba de mirar mi revolver de plástico y espiar la oscuridad de la noche campera por la ventanilla. Pasó una especie de azafato del tren, con gorrita y guarda y todo, que nos iba entregando una frazada y una almohada a cada pasajero. A poco de terminar su recorrida, se apagaron las luces y de a poco me sumí en un sueño sin sueños, cargado de anhelo y expectativa.

Por la madrugada mi abuela me despertó y bajamos del tren casi a las corridas. No tenía muy claro en donde nos encontrábamos pero al parecer aún no habíamos llegado a destino. Por otra parte, caminamos algunos metros y nos dirigimos directo a un micro que parecía estar esperándonos. A los costados del camino había nieve, pero no me animé a ir a buscar un pedazo porque esperé encontrarla más adelante. Dentro del micro, más apretujados, continuamos con la odisea. Todavía era de noche y veía como por la ventanilla caían copos de nieve. Me dormí con esa imagen.

Para cuando me volvieron a despertar sí habíamos llegado a destino. Estábamos en Merlo, San Luis, la villa más famosa de la provincia por su conocido “microclima”. El lugar no me pareció increíble al principio, pero luego me encontré con esa valla imperecedera de cadenas montañosas, lo que no era ni más ni menos que las “sierras de los comechingones” y aunque ya conocía Sierra de los padres, esto era definitivamente distinto. Mucho más impactante y majestuoso. Pero lamentablemente, en Merlo lo único que no me esperaba era la nieve, que ese invierno parecía estar invadiendo buena parte del país. Sin embargo, eso era lo de menos.

Cuando llegamos a la casa, estaba conmovido. Era una casa muy distinta a la de mis otros abuelos en Mar del plata. Esta era una casa más de campo, con más madera que piedras, con una tranquera y un camino de tierra. Pero a las pocas cuadras ya empezaba el pavimento. Nos recibió un perrito a puro ladrido. Estaba bastante nervioso y enojado en lo que entendía que era su labor como perro guardián. Al principio le tuve miedo, pero después nos hicimos amigos. Entendí que Rulito (el nombre del perro) era un cachorro que había encontrado hacía poco el chico que vivía con su mamá al fondo de la casa, algo así como los caseros del terreno. Llegamos y nos acomodamos en los aposentos. Mi pieza era enorme, casi el doble de mi pieza en capital con mi hermano. Y acá era todo para mí. Pero estaba consternado, no sabía qué hacer con tanto espacio, y además hacía un frío tremendo. Pero era un frío diferente al de Buenos Aires, era un frío más intenso pero amigable, solo te exigía respeto abrigándote ante él. Después de eso, estaba todo bien. La humedad no era la característica de la región, por suerte para mí y mis pulmones que necesitaban un descanso después de casi un año padeciendo. De todos modos tenía mis globulitos que mi abuela me administraba religiosamente, como así también me hacía rezar todas las noches y dar gracias a Dios y yo bueno, tenía siete años…

De a poco empecé a conocer el lugar que me rodeaba, el jardín, los límites de mi nuevo mundo, la ligustrina que nos separaba del resto y sobre todo a Miguel, el pibe del fondo que era uno o dos años más grande que yo, que parece poco pero a esa edad era un montón. Sin embargo, eso no impidió que nos lleváramos re bien de entrada. Y ese regalo que mi viejo me había dado antes de partir, que bien podría haber sido un muñeco o cualquier otro tipo de juguete, resultó ser el regalo más apropiado porque ¿a que jugaban los pibes de la cuadra? Si, a los pistoleros, como Mafalda con Manolito, Felipe, y demás. Así que estaba servido, con esa pistola a cebita me sumé a los juegos de tiros con tres o cuatro chicos más del barrio, en un juego donde obvio, casi nunca nadie quería morir. También jugábamos a la pelota por supuesto. Y aunque no era muy bueno ¿alguna vez lo fui?, la pasábamos re bien. Volvía a casa súper agitado pero más feliz que nunca en mi vida. Mi abuela se preocupaba pero veía que estaba bien, que estaba más emocionado que otra cosa y en ningún momento tuve ataques o accesos de tos. No extrañaba mi hogar, porque me sentía bien ahí, me sentía viviendo una gran aventura y la disfrutaba al máximo, sin angustias ni sentimientos neuróticos de niño apegado a sus padres.

Esas vacaciones de invierno no tuve ningún altercado con ninguno de los locales, cosa que en vacaciones de verano venideras si tendría, con alguno de ellos por cuestiones de localía o de tener que defenderme por el hecho de ser porteño y todas esas cosas absurdas que nos transmiten los adultos, pero en ese primer encuentro todo fluyó como nunca. Nos cagábamos a “tiros” súper contentos y alegres, sin mayores problemas o contratiempos. La conexión entre todos nosotros fue inmediata y fui aceptado (por intermedio de Miguel) sin mayores problemas. El horizonte que se habría para mí en mi vida en ese momento era completamente novedoso, porque por primera vez interactuaba en un lugar nuevo con chicos que no conocía y no en plan colegio si no en plan hacernos rápido amigos para salir a jugar y pasarla bien.

He vuelto al año siguiente pero en verano y fue una continuación perfecta de esa primera vez invernal. Luego repetiría una tercera vez en plan toda la familia, siendo ésta la última vez que estuve con ellos. Volví dos veces más a Merlo pero ya habíamos crecido y la cuarta vez nos miramos desde lejos, como si una barrera de la edad nos hubiera distanciado de una forma irreconciliable.

Pero ese invierno de 1991 quedó marcado a fuego en mi memoria por todo lo que significó para mí en el resto de mi vida y para siempre. Volví casi curado del asma que fue desapareciendo hasta convertirse en una anécdota que siempre cuento a los médicos cuando les digo que alguna vez fui asmático, pero la homeopatía o el microclima de San Luis me curó.

Un viaje único también porque fue la última vez que se pudo ir en tren hasta allá, porque me hice muy amigo de la pareja de mi abuela que se convirtió en mi abuelo por mérito propio y porque nunca más volví a jugar con pistolas de cebita en mi vida, viviendo así las mejores y más memorables vacaciones de invierno que jamás tuve.