lunes, 14 de septiembre de 2020

Lobuelita

"Cuida a tu hermano, Juli". Eso fue lo último que me encomendó. Después se volvió y nos dejó solos en el andén. Sebas se puso triste, lo sentí en su inusual silencio. Una vez en el tren traté por todos los medios de que se entretuviera de la mejor manera. Jugamos a las cartas, hablamos de San Lorenzo, le hice escuchar el primer disco de Van Halen y, mi hermanito que tiene ocho años, ya bien puede empezar a apreciar la buena música. Cuando llegamos a la estación no me sorprendió para nada que nuestros abuelos no hubieran venido a buscarnos. De todos modos estábamos cerca, o eso pensé, y arrancamos a caminar hacia la vieja casa de Parque Luro. Sebas estuvo quejón, y me enerva su carácter caprichoso. Se nota que es el niño consentido de la casa. Con los menores siempre son más tolerantes, en cambio, a los primogénitos siempre nos exigen más.

Después de caminar varias cuadras, con el frío marítimo de julio calando hasta los huesos, llegamos a esa antigua casa lúgubre, cubierta de enredaderas y musgo. La casa es linda, pero siniestra y yo ya superé mi etapa de adolescente dark. Después de un rato nos vino a abrir la puerta mi abuelo. Un hombre serio, de pocas palabras, cocina muy bien y escucha tango en una radio del siglo pasado. Me cae bien. Pero en cambio, mi abuela, es una mujer extraña. Siempre que vinimos con madre, la abu se pasa todo el verano encerrada en su cuarto de costura. No sé qué es lo que cose. Pero ahí está toda la tarde, dándole a la maquinita. Por la mañana duerme como un tronco. Por la noche no. Porque me dijo mi abuelo que es noctámbula. Sale a merodear con los ojos cerrados por la casa, y es como si pudiera ver porque no se tropieza con nada. Será memoria espacial, calculo. Estas vacaciones de invierno no prometían muchos cambios. Salir a hacer la compra cada dos o tres días, leer El señor de los anillos al lado del fuego del hogar y ver la tele con los abuelos después de cenar. Sebas se las arregla jugando con sus muñecos y también viendo los dibujitos a la tarde. Pero ya me empezaba a aburrir. Ya estoy grande. Quería salir a la noche, ir a un bar, un recital, ir al cine, lo que sea. Clavada en medio de Las dos torres y la verdad, Frodo y Sam me tenían harta. Quería ver chicos y chicas de mi edad. Todavía faltaban algunos días para volver a casa. El sábado a la noche decidí intentar una fuga.

Me escabullí sigilosa por el pasillo que lleva al jardín de atrás. De chica le llamaba el jardín secreto porque era demasiado espeso, con maleza alta sin cortar y unos árboles que dan la sensación de estar en medio de un bosque. Abrí la puerta con cuidado y asomé la nariz. Un frío húmedo y mortal, típico de las zonas cercanas al mar. Me prometí que haría una escapadita corta y volvería antes de la una. Al menos para fumarme un cigarrillo, cerca de la casa es imposible ya que mi abuela tiene un olfato tremendo. Eran casi las doce de la noche. Mi hermano dormía y mis abuelos roncaban. Me adentré en el bosque camino a la pared del fondo que da a un terreno baldío. De ahí tengo salida a la calle de atrás y luego un par de cuadras hasta la avenida. Pero mientras atravesaba la espesura del jardín de atrás, escuché una ramita quebrarse a mis espaldas. Miré y nada. Seguí. El cielo estaba despejado y una luna llena emitía una luz pálida y fantasmal. Me acercaba a la pared del fondo, cuando escuché algo correr atrás mío. Sonó como un gato, pero la sombra que vi era enorme. Tuve miedo y pensé que podía ser un ladrón. Quedé paralizada. De entre los árboles se acercó una sombra que parecía ser un perro negro. Pero la poca luz me impedía ver su forma real. Los abuelos no tenían perro. Quizás sería de algún vecino pensé. Pero el animal se paró en sus dos patas traseras. No podía dar crédito a lo que veía. Aunque era solo una silueta, se acercó de a poco hacia mí. Y con voz ronca me preguntó si tenía hambre. Si quería tomar algo calentito para poder conciliar el sueño. Me tomó firme del brazo y volvimos juntas a la casa, mientras sentí como sus garras se retraían.