Viajar era la situación anhelante que para Agustín se presentaba puntual todos los diciembres. La tradición era, poco antes de las fiestas, trasladarse con sus padres y hermanos hacia la costa Atlántica donde vivían sus abuelos maternos. En aquel tiempo primigenio de su vida, Agustín sentía que diciembre era un mes mágico por varios motivos. Entre los cuales se destacaba el hecho nada despreciable de que bueno, terminaban las clases, por otro lado viajaban a la costa y encima llegaban para las fiestas. La emoción venía en forma triple sabor.
Otra cosa que Agustín amaba era el traspaso de la primavera
al verano. Todo cambiaba en el aire que detentaba un aroma único en esa época
del año, un olor que Agustín llamaba "navideño" pero que
probablemente se debía a la temporada de jazmines. Lo mismo que la temporada de
frutillas y del Jacarandá. Todo tendía a embellecer su entorno de una manera
inmejorable.
Cuando esa madrugada fueron cargados de valijas desde La
Boca hasta la estación de Constitución, Agustín leyó por primera vez en su vida
un cartel que anunciaba la partida del tren de las 6 y 30 con destino a
Bariloche. Que sería eso de Bariloche. Ese nombre le parecía extraño y tentador
a la vez. Se imaginaba un bello lugar. Pero ellos no iban allí, iban a Mar del
plata, otro nombre sonoro y más literal.
Una vez dentro del vagón, ya instalados en sus asientos,
Agustín se sintió un poco inquieto. La modorra matutina inicial daba paso a una
ansiedad sin precedentes en su corta vida. Quería que el tren arrancara pero no
había caso, ni un pelo se movía. Decidió jugar con las cartas pero ninguno de
sus familiares le prestaba mucha atención, cada cual muy en su momento. Agustín
echó mano a su historieta del Hombre araña donde luchaba contra un hombre cocodrilo.
Quería pedir un sanguchito de jamón y queso pero sabía que su madre no haría la
repartija hasta pasado el mediodía. La suya era una familia esquemática,
apegada a las normas horarias.
Cuando el tren arrancó, la emoción fue absoluta. Una vez que
la maquinaria había adquirido velocidad crucero, Agustín comprendió que aquello
no era moco de pavo. El camarero pasó regalando chocolates con forma de
arbolitos de navidad y advirtió algo a los pasajeros. Mientras miraba por la
ventanilla Agustín cayó en un profundo sueño.
De repente escuchó un gran alboroto de golpes y gente
gritando. Agustín abrió los ojos para observar que todos los pasajeros estaban
mirando por la ventanilla. Los golpes continuaban sin parar y Agustín decidió
tomar coraje para mirar. Afuera, decenas de toros negros corneaban al tren de
una manera imposible, como asustados por aquella maquinaria que de alguna
manera violentaba la parsimonia de la llanura pampeana. Todos se mostraban sorprendidos
ante la capacidad de los toros para correr a una velocidad cercana y a la par
del tren.
Esta situación duró apenas dos o tres minutos y luego
desistieron. Allí quedaron lejanos los últimos toros de la Pampa que se
atrevieron a cornear un tren.
Cuando bajaron en la estación de Mar del plata, la marea de
gente le impidió a Agustín poder ver bien el costado del tren. Apareció su
abuelo y todo el asunto del ataque taurino perdió relevancia. Se alejaron del
lugar y aunque no pudo ver nada, Agustín asegura que le pareció ver las marcas
de los cuernos en la carrocería. Al día siguiente les preguntó a sus padres si
habían visto las marcas pero nadie le contestó.
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