Cuando arrancó el último Año de la Serpiente, el Saulo y yo
nos encontrábamos lejos del hogar. Habíamos decidido celebrar el año nuevo en
las islas del delta, y para mayor placer, hacerlo en un camping bien pero bien
alejado del centro de Tigre. Lo más lejos que se podía estar de todo.
Lo bueno de las islas del delta es que realmente te sentís
bastante aislado del ritmo y de la vida urbana. Lo malo es que eso mismo te
puede resultar un poco incómodo si no estás acostumbrado a vivir ese tipo de
experiencias en la naturaleza, por ejemplo: pueden haber crecidas e inundarse
fuerte todo el predio en el que estás. Puede, por consiguiente, cortarse la luz
y hacer todo eso más calamitoso. Y también podes quedarte aislado, sin conexión
con el mundo exterior y casi que sin víveres para pasar el tiempo necesario
hasta que la lancha pueda volver a buscarte. Más... gatas peludas, perros
insubordinados, capibaras asesinas, etc.
Bueno, todo esto pasó un poco en ese tan particular e
inolvidable año nuevo. Sumado a el consumo moderado de algunos estupefacientes,
básicamente: mucho porro, vino y un poco de ácido.
Poco antes de que dieran las doce se cortó la luz en todo el
delta. Al rato, esa pepa que nos habíamos tomado por obra y gracia del Saulo,
empezó a estallar en nuestros cerebros, como si se tratara de mil agujas
clavándose en nuestras neuronas, logrando una sinapsis alterada, transformación
de humanos a seres inorgánicos que se confundían con el entorno natural tan
desconectado de la civilización.
En mi caso era la primera vez que tomaba LSD y si bien todos
sabemos que no es lo mismo la pepa de Panoramix que el ácido que tomaba Hendrix
en los 60's, de todos modos no deja de ser un petardo explosivo para nuestra
mente tan acostumbrada a la rutina diaria.
Lo primero que me llamó la atención fue un cierto nivel de
euforia seguido por una verborragia imaginativa poco usual en mí. Pero hasta
ahí, podría ser el efecto de un buen porro. Sin embargo, ahí no terminó la
cosa. De a poco la rareza iría in crescendo. El hecho de estar en completa
oscuridad en un camping un 1º de enero a las cero horas, nos hacían sentir
extraños porque la noche en sí estaba rara. No hacía calor y en cambio había un
viento fresco que movía las copas de los árboles que nos rodeaban, pero de una
manera tan notable y sentida que ese sonido de hojas gimiendo por el aire,
parecía aumentado a un nivel increíble. La luna estaba ahí, semi llena,
poderosa, elevándose sobre nosotros para darnos la única luz posible, ese manto
espectral blancuzco que la distingue sobre cualquier otra luz, esa luz
proyectada y fantasmal que la convierta en la única e indiscutida reina de la
noche.
Cuando todo eso no paraba de parecerme tremendo, me percaté
que estaba rodeado por cientos de bichitos de luz. Ese extraño insecto que por
una reacción química produce una luz flúor en su cuerpo, volando a mi
alrededor, como estrellas fugaces, girando y girando, por momentos como cayendo
al suelo. Chispazos de luz en medio de una noche lunar perfecta. Le remarqué a
mi amigo lo alucinado del momento y el me miró asintiendo, con los ojos
desorbitados, él ya estaba en otra galaxia.
Caminamos lentamente hacia el río, iluminados por la luna,
pudimos dar con el borde de la pequeña rivera. El Saulo me hablaba de cosas
incomprensibles y yo hablaba de otras. Mencionamos la reciente muerte del flaco
y el viento sopló con vehemencia. Nos quedamos pasmados del miedo. De pronto,
el río que hasta ese momento era una sombra parecía moverse, cobrar vida y de
pronto viborear como una serpiente gigante. La alucinación era tan fuerte que
temí hacerme pis encima, sin embargo mi cuerpo estaba lejos de poder reaccionar
a nada. Al minuto vemos pasar una lancha y la explicación racional del porque
el río se había alborotado así previamente.
En ese momento necesitaba descansar y me apoyé en el árbol
que estaba más cerca de mí. Pero lo que sentí al apoyar mi mano sobre la fría
corteza fue una experiencia demasiado psicodélica. La sensación imposible de
percibir que el árbol me transmitía un montón de energía a través de mi brazo.
Una sensación cálida pero muy poderosa. Tuve un poco de cagazo y me desconecté
de esa fuente de energía. Se lo comenté al Saulo pero éste sólo atinó a reírse
a carcajadas.
Al ratito ya sentíamos frío y nos fuimos a meter en la
carpa. Al cerrar los ojos toda una serie de figuras geométricas de todos los
colores se paseaban frente a mí. Era algo bastante molesto dado que ya estaba
cansado, me quería dormir y dejar de tener un viaje psicodélico.
Al otro día me desperté sobrio como un bebé y limpio como un
predicador. Hicimos como pudimos un improvisado saludo al sol para luego
descansar de esa noche estrobodélica. Entre mosquitos y gatas peludas pudimos
transmutar nuestra piel para, al otro día, poder regresar de a poco y sin dolor
al mundo de los seres humanos.
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