sábado, 29 de diciembre de 2012

Duelo al sol, en el oeste


Esa tarde arribé a La Paternal después del mediodía. El sol estaba alto. Era verano. Tenía que encarar hacia la avenida Nazca. Tenía varias cuadras por delante y arremetí entre las casas bajas del oeste porteño.
Mi carga se hacía pesada y mi andar algo lento. Rara vez me cruzaba con alguien por la calle. La zona parecía desierta. Pocos auto y un perro cruzando de cuadra era todo el movimiento.
El silencio de los barrios del oeste me inquieta desde chico, cuando visitaba a mi prima hermana en Carranza y Nazca.
Yo siempre viví en los barrios del este de la ciudad, donde el ruido, el movimiento, la muchedumbre y los bocinazos son moneda corriente. Aún cuando viví trece años en el sur de la ciudad, de 1988 al 2001, había movimiento. Sobre todo sentía que había vida en los barrios como Barracas, La boca o Pompeya. Pero acá en el oeste no importa si es un día de semana o fin de semana. Siempre hay un silencio inmutable de ultratumba, rara vez interrumpido por el ladrido de un perro vagabundo o un auto lejano. Es como si la gente estuviera siempre encerrada en su casa o simplemente hubieran evacuado a toda la población por la proximidad de algún suceso funesto como un ataque aéreo, terremoto o volcán próximo. Pero en Argentina, sobre todo en Buenos Aires, estamos lejos de los desastres naturales o de los ataques nucleares. Al menos por ahora. De todos modos eso no nos libra de vivir en una tierra fea, chata, húmeda, ruidosa, sucia y un tanto insegura. De todos modos Buenos Aires es lo que es y la quiero así tal cual es.
Pero sin desvirtuar el hecho, esa tarde había caminado muchas cuadras cuando el calor ya estaba teniendo efectos en mi presión y energía. Me sentía cansado y muy acalorado.
De pronto en una esquina veo a unos muchachos sin remera tomando una fresca. Al acercarme veo que sale de una casa aledaña una chica. Morocha, voluptuosa y medio rollinga.
Uno de los muchachos le dijo algo y ella al parecer se negó a lo cual el mas petiso de todos se acercó a ella, que le sacaba una cabeza y la agarró por el brazo samarreándola. Los otros dos muchachos reían. Y ella gritó, pero nadie salió de sus casa, esa extraña tarde de verano.
Entonces, en un rapto de valentía absurda, me acerqué y le dije al flaco que hacía. Soltó a la chica y me miró fijo. Nos increpamos un poco. Él estaba frente a mi y me miraba fijo. Se alejo unos pasos. Yo entendí de inmediato. Hice los mismo. Sin quitarnos la mirada de encima nos alejamos algunos pasos uno de otro. Las gotas de sudor corrían por mi acalorado rostro y mi espalda. De pronto se convirtió en un sudor frío que me recorría el cuerpo. Era el miedo. Era la incertidumbre del desenlace final de dicho duelo.
De pronto deje de pensar y solo hubo silencio.
Cuando quise acordar el petiso estaba en el piso con una bala en el hombro. Sus compañeros lo agarraron y se lo llevaron asustados, recogiendo su arma caída.
La chica me besó, agradeciéndome y nos fuimos, montados en mi caballo hacia el atardecer que ahora se presentaba en el oeste. Cuando llegamos a mi rancho en la noche hicimos el amor.
Nunca había tenido una experiencia así en el lejano oeste. Los barrios del este son mas ruidosos pero mas tranquilos también.
O quizás simplemente eso fue mi imaginación y solo llegué a Nazca para subirme al 110 y llegar a mi destino. O no. Tal vez fui John Wayne una tarde y nadie tiene por que creerlo.

2 comentarios:

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