miércoles, 12 de julio de 2023

El círculo escarlata

Había una vez un señor de 39 años que vivía con su gato Ramón. Por las noches solía dejarle un un buen tazón de comida y otro con aguita para luego salir a dar su paseo nocturno. 

El hombre comprendía que su vida era solitaria y gris, que la humanidad no congeniaba con él. Pero de todos modos sostenía que existía cierto sentido vivir. Solía dar una vuelta por su barrio de Villa Martelli y conferenciar con los vagabundos. Los temas podían ir desde el estado del clima hasta otros más de índole existencial. 

Una noche de invierno, cuando todo estaba calmo, sin un alma a la vista, decidió cambiar la ruta de sus caminatas usuales y se encontró desprevenido con un extraño suceso. A la vuelta del gran Centro Comercial, fué testigo involuntario de lo que le pareció una metamorfosis incomprensible. 

Una rata que roía la basura se convirtió frente a sus ojos en una especie de lagarto de metro y medio que le clavó la mirada de una forma amenzante. Él, que no podía dar crédito a lo que sus ojos veían, se acercó al extraño animal pero éste, ni lerdo ni tímido, se escapó hacia las alcantarillas. 

Rápido le seguió los pasos y se internó por la tapa de una vieja alcantarilla en las fauces del terreno húmedo y frío. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver el rastro acuático del lagarto que se dirigía hacia una luz lejana. Con una respiración entre cortada y a paso firme, el hombre de mediana edad le siguió los pasos. 

Al llegar al claro de luz se encontró con un panorama dantesco. Una ciudad de tiempos idos, de imposible descripción, se levantaba en lo que parecía una ciudad subterránea. Bajó hasta la misma, que se encontraba a poco más de cien metros de profundidad. 

No encontró rastros visibles o audibles del lagarto que hubo seguido hasta tal extraño lugar. Una vez habiendo bajado por una estrecha escalerita hasta el último subsuelo, lo único que escuchó fueron sus pasos con eco y su fuerte respiración entrecortada. 

El frío le calaba hasta los huesos. De todos modos se adentró más en esos pasillos del extraño sitial. Una ciudadela de aspecto más arcaico que el tiempo mismo, lo observaba solemne en silencio desde su mortuoria morada final.

El miedo empezó a caerle por su frente como gotas heladas de transpiración. Divisó al centro de la olvidada ciudadela una torre enorme, imposible, erguida con cierta ironía en un mundo subterráneo que no podía existir sin el conocimiento de algún mortal. Pero los hombres de arriba había olvidado lo extraño, el misterio, lo innombrable, para aferrarse a sus vidas rutinarias. Escapando con un miedo feroz a lo desconocido, regodeándose en la falsa felicidad que ofrece el bienestrar material y la ignorancia. 

Cuando el hombre llegó hasta la base de esa torre negra, cubierta de moho, solo atinó a lo que haría cualquier viajero que se encuentra perdido en un pueblo en medio de su eterno andar: golpear la puerta.

No había terminado de dar dos golpecitos tímidos cuando la puerta se abrió por alguna fuerza desconocida. O quizás por la propia fuerza de sus golpes. Adentro sólo lo esperaba una espesa oscuridad que no invitaba precisamente a ingresar. Pero el hombre se sentía ya entregado a su destino y sin mucho cavilar entró de lleno en la boca negra que en breve lo devoraba sin dejar rastro alguno de su efímera existencia. 

Cierto brillo verduzco guíaba su camino en la oscuridad sin nombre. Buscó en vano asirse a alguna baranda pero era inútil, estaba caminando en la nada. Sus pasos perdieron intensidad y sonido hasta ser sólo un recuerdo de su pasado más inmediato. Lo que había allí dentro era sólo oscuridad tan acostumbrada a su soledad que no dejaba lugar a que ningún nuevo sonido la interrumpiera de golpe. De todos modos él avanzaba. Eso le demostraban sus piernas que no dejaban de avanzar. O de intentarlo. Cuanto tiempo estuvo caminando sin rumbo es algo que no pudo precisar. Caminar en las tinieblas es algo que le hacen a uno perder toda noción de tiempo y espacio. Pero, luego de lo que consideró un rato considerable, chocó con una pared que al tocarla sus manos lograron empujarla convirtiendo la piedra en una puerta silenciosa. Al abrirse el pórtico sus ojos se contraron con un extenso círculo escarlata frente a él. No era algo muy definido ya que sólo eso estaba ante él. El resto como siempre era oscuridad.

El círculo resusltó ser un enorme aro de fuego. Un fuego tenue, como el que se puede divisar en una noche cerrada en una montaña con un incipiente incendio a cuestas. El que viajó al sur conoce de lo que hablamos. El fuego a lo lejos parece una herida mortal. Brota como sangre de un cuerpo herido. Es algo en verdad espeluznante de observar. Esto no era algo mucho mejor. El aro cobraba intensidad y por momentos parecía al borde de la extinsión absoluta. A veces la imagen tamborileaba frente a sus ojos atónitos. El fuego volvía a crecer y su ritmo parecía invitarlo a saltar o a bailar. La imagen era de un hipnotismo escalofriante. Todo pensamiento había quedado anulado ante el pavoroso poder del fuego. Y las llamas transmutaban de una forma cuasi pesadillesca. Sus formas por momentos eran geométricas, por momentos se elavaban  parecían cuerpos que reptaban. Luego se transfiguraban de tal forma que eran como cuerpos desnudos de humanos primigenios. Danzando ante el vigoroso poder inmutable de las fuerzas inmortales de la naturaleza. Algó en él se quebró por dentro y supo que ya no era el mismo. 

No supo cuanto tiempo pasó hipnotizado en ese estado, pero en pocos minutos se encontraba subiendo las escaleras. Sólo cuando llegó hasta la vereda de la calle oscura donde había visto al reptil escabullirse pudo salir del trance que lo había hecho actuar de una forma en la que parecía un mero autómata, sin poder de decisión sobre sus movimientos o pensamientos. 

Al llegar a su casa, el gato lo observaba con los ojos semi cerrados, como diciendo yo sé como me llamo. Entonces el hombre se miró en el espejo, de pronto tenía muchas canas en las sienes y una mirada de seguridad y comprensión que nunca antes había logrado tener en casi cuarenta años de existencia. Entonces se miró fijo, sonrió y pronunció su nombre en voz alta. 

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