Hoy
a la mañana te despertaste pensando en ese casete que escuchabas en tu
adolescencia. Lo habías comprado en el Parque Rivadavia a cinco pesos. Era el
último lanzamiento de tu banda preferida de mediados de los noventas, Haddock.
El nombre del álbum (aquí en formato casete o cassette) Le club au bout de la rue, tecno pop francés noventero de pura
cepa. Era pleno auge del mundial de Francia del ’98 y sus colores aparecían
hasta en los cubitos de caldo.
Entonces
tuviste una fuerte necesidad de ir en su búsqueda. Como si algo dentro de vos
te hiciera creer que el reencuentro con un artefacto de tu pasado pudiese
aliviar de alguna manera esa disconformidad con tu vida actual. Luego de un
baño precipitado y un desayuno por lo demás frugal, te entregaste a la ardua
tarea de dar con el tan codiciado objeto de plástico de tus recuerdos.
Para
la mayoría de los buñuelos actuales el casete es un artefacto arcaico de tiempos
remotos, obsoleto por demás. Sin embargo vos todavía amas en secreto la
tecnología analógica, aunque el sonido de esos juguetitos de plástico sea
paupérrimo. Recorrés milimétricamente cada rincón de la casa y no das con ese
oscuro objeto de tu deseo. Estás caprichoso; rasgo que te define por
naturaleza.
Solo
un lugar te queda por requisar: El desván. El escenario donde te acechan todos
tus demonios de infancia. Ahí te sigue esperando la máscara mortuoria de tu
tatarabuelo, el viejo cuadro de un militar que no querés reconocer, pero sabes
que fue un villano y un asesino. Luego escobas, una máquina de coser antiquísima
que, en realidad, es como una especie de rueca al mejor estilo La bella durmiente. Pero si te pinchas
ningún príncipe vendrá a besarte los labios resecos.
Haciendo
un esfuerzo sobrehumano para reencontrar el casete, moves cajas de un lado al
otro, levantas el polvo que es la perdición de tu alergia de nacimiento. Tiras
un prototipo de humano-robot que pretendiste inventar en tu juventud, hasta que
te aburriste del berretín y lo abandonaste por la mitad. Te topas con una escafandra
de la primera guerra mundial y te la colocas con sumo cuidado para evitar los
interminables ataques de estornudos que en cualquier momento pueden sobrevenir.
Finalmente,
das con un archivador. Presionas el botón del costado y el estante sale disparado
golpeándote el pechito. Que dolor sentís. Pobrecito. Dentro del mismo hay
demasiados objetos. Desde un juguete con aspecto de batiscafo de goma hasta
unas joyas de cristal falso. Una pelota con el aspecto del planeta tierra y un
recordatorio terrícola, “El planeta es nuestro”, “No queremos aliens dando
vueltas a nuestro alrededor”. Sacas todo con sumo cuidado. Aunque todo parece
un reguero disperso de recuerdos inútiles.
Afuera se escucha un estruendo. Miras
por la ventana del altillo y un enorme nubarrón cubre todo el cielo. Se acerca
el temporal. Con la poca luz que disponés buscás la salida que te lleve a un
lugar seguro. Corres como en estampida o ‘manada’ hasta que escuchas el crack
del casete bajo tu pie derecho. Te pones a llorar como un chiquilín y apenas
reparas en mí me echas la culpa de todos tus males.
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