miércoles, 29 de julio de 2020

Ernesto





Hoy a la mañana te despertaste pensando en ese casete que escuchabas en tu adolescencia. Lo habías comprado en el Parque Rivadavia a cinco pesos. Era el último lanzamiento de tu banda preferida de mediados de los noventas, Haddock. El nombre del álbum (aquí en formato casete o cassette) Le club au bout de la rue, tecno pop francés noventero de pura cepa. Era pleno auge del mundial de Francia del ’98 y sus colores aparecían hasta en los cubitos de caldo.
Entonces tuviste una fuerte necesidad de ir en su búsqueda. Como si algo dentro de vos te hiciera creer que el reencuentro con un artefacto de tu pasado pudiese aliviar de alguna manera esa disconformidad con tu vida actual. Luego de un baño precipitado y un desayuno por lo demás frugal, te entregaste a la ardua tarea de dar con el tan codiciado objeto de plástico de tus recuerdos.
Para la mayoría de los buñuelos actuales el casete es un artefacto arcaico de tiempos remotos, obsoleto por demás. Sin embargo vos todavía amas en secreto la tecnología analógica, aunque el sonido de esos juguetitos de plástico sea paupérrimo. Recorrés milimétricamente cada rincón de la casa y no das con ese oscuro objeto de tu deseo. Estás caprichoso; rasgo que te define por naturaleza.
Solo un lugar te queda por requisar: El desván. El escenario donde te acechan todos tus demonios de infancia. Ahí te sigue esperando la máscara mortuoria de tu tatarabuelo, el viejo cuadro de un militar que no querés reconocer, pero sabes que fue un villano y un asesino. Luego escobas, una máquina de coser antiquísima que, en realidad, es como una especie de rueca al mejor estilo La bella durmiente. Pero si te pinchas ningún príncipe vendrá a besarte los labios resecos.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano para reencontrar el casete, moves cajas de un lado al otro, levantas el polvo que es la perdición de tu alergia de nacimiento. Tiras un prototipo de humano-robot que pretendiste inventar en tu juventud, hasta que te aburriste del berretín y lo abandonaste por la mitad. Te topas con una escafandra de la primera guerra mundial y te la colocas con sumo cuidado para evitar los interminables ataques de estornudos que en cualquier momento pueden sobrevenir.
Finalmente, das con un archivador. Presionas el botón del costado y el estante sale disparado golpeándote el pechito. Que dolor sentís. Pobrecito. Dentro del mismo hay demasiados objetos. Desde un juguete con aspecto de batiscafo de goma hasta unas joyas de cristal falso. Una pelota con el aspecto del planeta tierra y un recordatorio terrícola, “El planeta es nuestro”, “No queremos aliens dando vueltas a nuestro alrededor”. Sacas todo con sumo cuidado. Aunque todo parece un reguero disperso de recuerdos inútiles. 
Afuera se escucha un estruendo. Miras por la ventana del altillo y un enorme nubarrón cubre todo el cielo. Se acerca el temporal. Con la poca luz que disponés buscás la salida que te lleve a un lugar seguro. Corres como en estampida o ‘manada’ hasta que escuchas el crack del casete bajo tu pie derecho. Te pones a llorar como un chiquilín y apenas reparas en mí me echas la culpa de todos tus males.

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