martes, 14 de enero de 2020

El abuelo postizo



Cuando lo conocí, no supe que decirle. Me parecía extraño tener un nuevo abuelo. El otro, el original, nunca lo había visto. Murió antes que naciera. Entonces, mi abuela un día apareció con este. Yo tenía cinco o seis años. El sujeto era grandote (casi dos metros). Tenía brazos fornidos y le pregunté si era luchador. Negó con la cabeza. Me dijo que trabajaba en el ferrocarril. Entonces, le pregunté si su trabajo consistía en cambiar vías con sus brazos. Estaba seguro que el hombre hacía un trabajo de fuerza extrema. De hecho, recuerdo que sus manos eran enormes. Mi abuela se mató de risa, pero yo no le encontré la gracia. De chico, que la gente grande no se tomara en serio mis observaciones, me hacía enojar, mucho. Y de hecho, mi enojo, hacía reír más todavía a los adultos. Yo sufría por no ser tomado en serio. En fin, la cuestión es que el viejo me dijo que contaba plata en la ventanilla. Cortaba boletos, etc. Eso era todo. Mi abuela dijo que contar billetes le habían dado esa musculatura. Pero para mi no tenía sentido. El tipo tenía los brazos de un viejo leñador experimentado. No podía ser tan musculoso solo por cortar boletos o contar billetes. Le pregunté a mi abuela si era un gaucho, porque me lo imaginaba domando caballos en medio del campo, tras una tranquera enorme. Mi abuela me dijo que un poco si, porque venía del campo de San Luis, pero que gaucho lo que se dice gaucho, con bombachas y espuelas, no. Di por terminada la conversación y me fui a jugar por ahí.
Otro día, vino una amiga de mi abuela que tenía los ojos bizcos. Yo no entendía nada de diplomacia y le pregunté sin más porque tenía un ojo mirando para un lado y el otro para el otro. El abuelo estalló en risas estruendosas. Mi abuela se santiguó y le pidió perdón a su amiga que se sintió avergonzada. A partir de eso, mi abuelo me adoptó como su nieto preferido. Aunque con el tiempo, las cosas no seguirían así. A mi me gustaba que me contara cosas de su pasado. ¿Se había casado? ¿Tenía hijos o nietos propios? Porque vos no sos mi abuelo, le dije un día muy cruel. Él se quedó mirándome  con cierta tristeza. Y no... dijo el pobre viejo. Vos sos mi abuelo postizo. Entonces sus ojos se iluminaron y hasta lagrimearon, acto seguido, estalló en otra de sus grandes carcajadas. Porque él no se reía tímido, o poquito. Cuando reía, lo hacía con todo su cuerpo, de forma atronadora y gigante. Mi abuela me corrigió diciendo que no se decía así. Postizo... Que no era un diente. ¿Y como se dice? Le pregunté, otra vez ofendido porque se reían de mí. No sé... pero postizo no, me respondió ella. Pero la realidad es que no sabían como decirle. Para mi era mi abuelo postizo. El otro se había ido y ahora, llegaba él para reemplazarlo. Entonces... para mí era mi abuelo postizo.
Después, un día me llevaron a La Rural (la única vez que fui). Me aburrí un montón y hacía mucho calor. También vino mi hermano mayor. Mis abuelos llevaron empanadas de carne en un tupper. Estaban riquísimas, pero en esa época era mañoso con ciertas cosas. No me gustaba el repulgue. Entonces las devoraba por el medio, evitando comer el repulgue. Mi abuelo postizo me miró serio, y luego se mató de risa como solía hacerlo. Mi abuela me corregía con dulzura y mi hermano no entendía nada, pero también se reía. Yo, como siempre que pasaban esas cosas, me ponía en modo pitufo gruñón. Sentía que todos se divertían a costa mía. Yo no le veía nada gracioso al asunto. Pero más de grande comprendí que debía ser de lo más hilarante. Mis respuestas inocentes y luego mis enojos de un nenito que de seguro se ponía rojo de forma ridícula. Ahora si me viera también reiría.
Esos fueron los años con el abuelo postizo. Un hombre que parecía enorme, un coloso. Y yo era muy chiquito a su lado. Pero él cuidaba de mí y yo a él, le hacía reír. Así que nos hacíamos bien el uno al otro. Nunca tuve otro abuelo postizo como él. 

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