miércoles, 4 de diciembre de 2019

El portero eléctrico



Cuando Benjamín despertó esa mañana, descubrió que era un portero eléctrico. Hacía años que trabajaba de encargado en un edificio ubicado en las calles de Aráoz y Guemes, barrio de Palermo.
Pero los años lo habían ido oxidando. Un oficio sacrificado donde hay que levantarse muy temprano y estar atento a repartir el correo, trapear los pasillos y conocer los vericuetos y las mañas del edificio en cuestión. Si el trabajo es cama adentro, acostumbrarse a vivir en el monoambiente más pequeño e incómodo del edificio y la peor parte, lidiar con los vecinos porteños que, por lo general, suelen ser un grano en el culo. Pero por otro lado, las prestaciones de ser portero de edificio o encargado son varias. Una buena obra social, un sindicato fuerte, vacaciones pagas, piletas de Suterh y que los vecinos cogotudos palermitanos te paguen todos los servicios. Eso sí que no tiene precio. Además, es muy difícil sacarse de encima a un portero. El sindicato es poderoso y no se deja amedrentar por vecinos platudos con pretenciones clasistas ni morales. Además, tienen su propio línea de vinos.
Benjamín era un buen encargado. Hacía todo lo que tenía que hacer y más. Si tenía que subirse al tanque de agua o bajar a las profundidades de la sala de máquinas del ascensor, lo hacía. ¿Había que lidiar con los disyuntores eléctricos del sótano, no había problema. Benjamín era casi un pastor edilicio. Guiaba al rebaño inmobiliario según los vaivenes humorísticos de sus vecinos. Doña Rebeca, la vieja judía del primer piso, siempre se quejaba; del calor, del frío, de los políticos, comerciantes, de la navidad, los musulmanes y hasta de los judíos. Pero el viejo Benjamín le tenía una santa paciencia. Santafesino de ley, Benjamín había llegado de Cañada Rosquín a Buenos Aires, cuando apenas llegaba a los veinte años. Cuarenta años después, don Benja, como le decían los viejos dueños del edificio de Araoz, estaba con un pie más cerca del retiro y la posibilidad de volver a su pueblo natal para ponerse, con sus ahorros, una parcelita de tierra y vender papas y hortalizas hasta que... pasó lo que pasó.
Nadie sabe como fue. Pero esa mañana de diciembre, previo a las fiestas, Benjamín bajó a hacer sus tareas de mantenimiento en el edificio y se percató de que su cuerpo estaba más duro. Su piel había mutado de cetrina a plateada y en sus venas ya no corría sangre, sino circuitos eléctricos. También se percató que cada vez que alguien se paraba fuera del edificio y tocaba el timbre, su cuerpo vibraba.
Asustado por su aspecto robótico, decidió visitar al viejo Ramiro del octavo piso. Ramiro era un mecánico de autos retirado, y entre los rumores de barrio, se decía que había sido el último mecánico personal del propio Fangio. Pero eso, para Benjamín, eran puros cuentos de vieja chismosa. Solo le interesaba detener aquella extraña mutación.
Al abrir la puerta y observar el nuevo aspecto del portero, Ramiro se asustó y cerró de un portazo, dando un grito agudo y afeminado. Benjamín comenzó a dudar de las capacidades reales de Ramiro:
-Dale pelotudo, amigo de Fangio y la puta que te parió! Abrí viejo culeado.
Pasaron algunos segundos de silencio hasta que la puerta se entornó y apareció la calva cabeza lustrosa de Ramiro. Con un gesto lo invitó a pasar y se sentaron en los sillones del living. Benjamín rechinó al sentarse y un gas eléctrico se escapó de su trasero. Perdón, dijo. Ramiro como si no hubiese oído nada le ofreció un cafecito.
-Te agradezco, pero no sé como me puede llegar a caer un líquido dada mi condición actual.
Ramiro no insistió y le pidió por favor que le explicara un poco el asunto.
Benja le contó que ayer a la noche había tomado media botella de vino Suterh y cayó rendido. Hoy, al despuntar el alba, despertó como siempre, pero se notó más pesado. Al verse en el espejo notó que su aspecto había cambiado. Eso era todo. Ramiro se quedó pensando unos minutos en silencio. Luego se levantó y fue en busca de un pesado libro que examinó por un rato prolongado. Benjamín estaba impaciente porque ya era hora de baldear los pasillos. Además, su cuerpo no paraba de vibrar.
-Existen algunos pocos casos como el suyo don Benja. Son casos raros de combustión espontánea, implosión autogenerada o robotización crónica autoadquirida. Son casos raros, muy poco conocidos, síntomas de los tiempos modernos.
Ramiro cerró el libro de un golpazo y negó con la cabeza:
-Lo siento don Benja, pero creo que va a tener que vivir con su nueva condición. Robotizarse no sería un problema, pero volver a un estadío orgánico, es científicamente imposible. De verdad lo lamento.
Don Benja, salió cabizbajo de su cosulta médico técnica y volvió a sus deberes. Pero no tardó en darse cuenta que cosas como baldear, trabajar en la sala de máquinas y otras tareas, eran casi incompatibles con su nueva naturaleza eléctrica. Entonces fue que decidió dar un giro a su vida.
Como Benjamín nunca se casó ni tuvo hijos, decidió que había sonado la campana de su retiro, pocos años antes que le tocara. Sus aportes ya eran completos hacía varios años y sus ahorros le permitían planear la gran fuga de la ciudad.
Por las calles, la gente lo miraba extasiada por su brillo prístino. Un muchacho de treinta años le preguntó si era un halcón galáctico y una muchacha punk le acercó un papelito con un número de teléfono para "hacer cosas locas", le dijo.
Nadie vibrará su desconsuelo, pensó para sí. Solo le restaba una vida como fenómeno de circo o conejillo de indias para científicos y medios.
Por eso, ese mismo día, Benjamín se evaporó, dejando el balde con el trapeador, abandonado en el primer piso, frente a lo de doña Rebeca. Nunca comenzó su labor aquella mañana y nadie lo volvió a ver nunca más.
PD: Algunos buscadores de leyendas urbanas, dicen que encontraron una extraña granja en pleno campo santafesino. No hay ningún ser humano en sus inmediaciones, todos los animales son cuidados por sofisticados métodos mecánicos. Las ubres de las vacas, succionadas por tubos de ensayo prolijamente manejados de forma automática. Las cosechas cultivadas por máquinas rigurosamente cronometradas. Tic-tac tic-tac tic-tac. Y en el medio del granero, solo un granjero plateado, el ex portero eléctrico Benjamín, sentado sobre una gran mole de viruta. Cumpliendo su sueño, haciendo la suya.
Todo cuento de vieja chismosa.


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