lunes, 16 de diciembre de 2019

Una visita que se prolonga



Quizás haya sido el vino, quizás el postre, pero la cuestión; es que aquella tarde de un doce de diciembre del dos mil... mi visita al Museo de ciencias naturales de la ciudad, se prolongó más de lo esperado.
Todos conocen al Museo de Ciencias; una enorme mole como un palacio, con una arquitectura exquisita, con búhos enormes de hormigón, y rejas con forma de telaraña, entre otros detalles. Visto desde afuera, puede parecer un castillo. Hermoso lugar. Aunque en invierno, su aspecto puede parecer amenazador y tenebroso.
Como dije antes, aquella tarde de verano, cansado de estar y no ser nada, decidí retomar la visita de un museo al cual no iba desde mi más tierna infancia. Claro que había pasado mil veces por allí, pero entrar... nada de eso. Recordaba los enormes huesos de dinosaurios. Los albatros y los zorros disecados. El acuario, la zona de arañas, insectos y mariposas disecadas. Y hasta recordaba al enorme sapo gigante, apretado en un gran frasco de formol. Pero mi sector favorito era, definitivamente, el del salón de los mamíferos. Todo seguía mas o menos igual. Los feroces mandriles en la entrada y el hombre de cera, defendiéndose de dos feroces jaguares.
Lo que me llamaba la atención eran los viejos cuadros pintados en los fondos de cada escena. Claro que en la parte del Huemul, de fondo había montañas o tras el avestrúz, la interminable llanura pampeana. Cuando miraba unos zorros de la meseta, mi mirada se perdió en el fondo. Ese viejo y gastado paisajismo, hecho casi en otra era. Pero no podía quitar mis ojos de ahí. Estaba hipnotizado.
Cansado, traté de retirarme del lugar, pero algo bajo mis pies crujió. Una ramita...
Avancé dos o tres pasos más y noté un aroma limpio en el aire, una brisa me acarició el rostro. Atrás había quedado el olor a encierro del museo y la poca gente a mi alrededor. El sol pegaba directo sobre mí y busqué guarecerme de su tibieza bajo la sombra de un gran olmo. Podía escuchar el sonidos de las aves del campo trinar sobre mí. Y a lo lejos, dos zorros corretear por entre un pastizal un poco seco y amarillo. No pensé mucho en el prodigio de haber entrado en su habitát, porque no tuve tiempo. Tuve que salir corriendo e intentar trepar en algún otro árbol más accesible. Los zorros se habían convertidos en hienas y chacales. Sus ladridos se acercaron por detrás y comencé a sentir los tarascones en mis pantalones. Hasta que pocos segundos antes de la primera mordida, tal vez mortal, logré poner pie en una rama que me dio acceso a la copa de un árbol, un sauce llorón. Desde allí observé como mis acechadores se triplicaron y merodean mi árbol, vigilándome. Ya no hay sosiego para esta liebre. Y mientras muero de inanición, puedo pensar los miles de millones de motivos por los cuales entré al cuadro y me convertí de acechador a acechado. Vuelvo al principio y creo que fue el postre...

No hay comentarios: