sábado, 6 de septiembre de 2025

La invocación - Parte 2: La invocación


Frente a un altar con el cuadro del Restaurador, una mesa con un sable corbo, y cientas de rosas rojas, el maestro de ceremonias comenzó la invocación frente a más de doscientas almas congregadas.

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Señoras y señores, miembros del jurado y más allá. A todos los seres, terrenos y extraterrenos de este mundo. Los materiales y los inmateriales, los orgánicos y los inorgánicos. Seres del cosmos total, en todas sus formas y niveles. Dioses de acá y de más allá. A todos y cada uno de todos como un todo, los invoco. Los invoco para que nuestra invocación sea poderosa y valedera. 

Estamos aquí reunidos para que nuestra vos las escuchen los que están, los que pasaron y los que vendrán. Sean testigos, pues, de este mandato que hacemos. De esta invocación necesaria. 

Pedimos a envocamos al Gran Restaurador de las Leyes, para que se haga presente en carne y hueso, en esta noche de fatídica. Para que regrese de su sueño eterno y descargue su ira implacable sobre los traidores, sobre aquelos infames antipatria que hoy gobiernan a nuestra amada Nación Argentina. 

Te invocamos entonces, amado y temido Restaurador, para que puedas vengar la infamia que contigo se ha cometido, aquella vieja vil traición que te llevó a morir en el exilio más infame. Para que descargues tu venganza sobre el que hoy se dice presidente y no es más que un vil traidor a la patria, un triste lacayo de los enemigos de tu nación. Te invocamos, hoy, gran Restaurador de las Leyes, el Rubio, el inglés, Don Juan Manuel de Rosas!

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Al silencio, siguió un leve zumbido que se convirtió en temblor. Los vidrios de las ventanas vibraban como si allí afuera hubiera un terremoto. La llegada del Apocalipsis, el Fin de los Tiempos. Los presentes no podían más que lamentarse por aquella decisión porque el viejo temor al más temido de los caudillos se hizo carne en todos los comensales. Abrazados, temerosos del castigo divino que se haría piel en todos aquellos que osaran desobedecerlo. Pero ya era tarde. Un resplandor rojo sangre iluminó el altar donde reposaba la espada del Libertador, bañada de sangre de cerdo y una flor federal, con una divisa punzó. Un humo rojizo se elevó por todo el salón mientras todos los muebles temblaban. Y una sombre terrible se elevó por encima del la espada, que se elevó en el aire, magnetizada por la mano del terrible tirano revivido. 

Ahora el silencio era demoledor. Nadie sabia bien que esperar de todo el asunto. Y ya no había lugar para los débiles, para los tímidos y menos para los tibios. Era a todo o nada. El conjuro estaba consumado. Y ahora solo restaba saber como se daría la cadena de acciones que cambiarían el curso de las cosas en nuestra gran nación. 

La hoja de la espada cortó el aire y la luz de la sala se apagó. Un fuego rojizo con olor a azufre fuerte, se elevó en el altar, surcando el contorno del cuadro del tirano. Mientras un rugido ancestral atronó en todo el espacio, rompiendo un silencio de casi doscientos años. Tambores de lejanos carnavales federales acompañaron la respiración del revivido. Había llegado el día D, la Hora de los Pueblos, la hora de hacer tronar el escarmiento. Los cuadros allí presente de Lavalle, Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mitre, y mismo el del actual presidente, se incendiaron hasta quedar reducidos a cenizas. En ese momento todos los presentes comprendieron que se habían excedido. Por detrás del Restaurador se veía la silueta de centenares de soldados con sombreros frigios rojos. La Terrible Mazorca había regresado.

(Cont.)

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