domingo, 9 de febrero de 2014

El pibe que amaba el mar


Mi relación natural con el mar es casi como la de cualquier otro. Uno empieza amando zambullirse en sus aguas, a sus anchas y luego deviene cierto resquemor.
A mi particularmente me costó superar ese resquemor. Le temí al mar de muy temprano, pero amé siempre estar dentro suyo.
Siempre tuve problemas con las preliminares. Siempre me costó adaptarme. Y casi siempre tuve un proceso de aprendizaje mas lento que la media.
A mi vida las cosas llegaron tarde, un poco por suerte, otro poco por miedo y otro poco mas por decisión propia. Siempre esperé a último momento para tomar las decisiones mas fundamentales de mi vida.
¿Ansiedad? Si, un montón, pero siempre consideré que si uno sabe valorarla, la vida es larga como para querer quemar los cartuchos tan precozmente.
La sola idea de llegar a los cincuenta años y ya no tener nada para hacer me resulta simplemente desoladora. Por eso siempre choque con aquellos y sobre todo aquellas, que me demandaban mas celeridad, mas rapidez, para poder seguirles en el tren de apuro y locura que enferma a gran parte de la sociedad actual que vive en grados enfermizos de aceleración. Eso no es vivir para mi y siempre lo sentí. Aunque sea inconscientemente desde chico, pero lo sentí. Lo percibí y me sigue sucediendo lo mismo.

El mar tiene eso de inmanejable. Tiene ese don que inspira respeto. Cuando te sumergís en las aguas marinas no es lo mismo que una pileta o la bañera, o mismo un lago o río. Uno siente que de alguna manera pierde algún tipo de control. Y a nadie le gusta perder el control de su vida. Por eso el mar es un buen supresor del ego natural.
Me genera el mismo amor y odio que me puede generar vivir en una ciudad. Donde te da placer y comodidad pero en detrimento de cierto grado de neurosis y paranoia. Uno debe pagar el precio de la locura por vivir en lugares que te dan todo. O casi todo.
La relación con el mar, sin embargo, es mas benigna. Me genera cierto miedo y sobre todo frío, sin voy a mis queridas playas del atlántico sur. Pero también me genera un placer enorme. Estar al sol. Jugar con la arena, sin importarme nada lo sucio que esté. Y sobre todo jugar con el mar. Con las olas enormes. Patearlas. Sumergirme en ellas de cabeza, o de espaldas, o solo dejándome golpear por ellas y caerme sin sentido. Lo disfruto. Me río, juego solo. Cada vez que entro es como volver a esa infancia desprejuiciada.
Aunque de chico tuve problemas para poder lidiar con el frío que me generaba las aguas sureñas, y mi debilidad innata en los pulmones que me impedía contener la respiración y bucear o el hecho de no poder relajarme para flotar como un pedazo de telgopor y así dificultarme hasta hoy en día poder decir "sé nadar". El agua de mar es algo que amo. Amo las olas y las puestas o salidas de sol por el mar. Amo la arena y la sal marina que me chupo de mi piel quemada. Amo que el sol me deje hecho un camarón. Amo la playa, su sonido, sus gaviotas, el viento imperecedero. Lo amo todo. Por que amo este planeta y mi buen sino de haber nacido en el mejor lugar de esta inconmensurable galaxia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

lindas experiencias