jueves, 31 de octubre de 2019

La peste amarilla



Tal vez, algunos de ustedes no lo recuerden, pero hubo un tiempo en que Buenos Aires fue una gran ciudad. No hablo de una etapa idílica o una mistificación del pasado, sino solo que Buenos Aires estaba llena de vida y movimiento. En cambio ahora, solo reina la muerte y desolación.
Todo empezó, o más bien debería decir recomenzó, en la plaza Marcos Sastre, en el barrio porteño de Villa Urquiza. Al parecer, un grupito de niños pequeños, de cuatro o cinco años, estaban jugando a las excavaciones en el pasto. Sus padres, perdidos en sus pantallas jamás les prestaron la debida atención, porque en menos de una hora, los chicos habían cavado lo suficiente como para dar con un descubrimiento fatal. !Un cráneo amarillo! Los chicos, al principio se asustaron, pero había dos de ellos, los ya hoy famosos hermanos Garmendia, de seis y siete años cada uno que, impertérritos, tomaron el cráneo en sus manos y jugaron a Halloween (esa tarde era 31 de octubre), pasándose la cabeza de mano en mano y asustando al resto de los chicos. Uno de ellos, salió llorando en busca de sus padres, quienes tardaron un rato en reaccionar y ver a que se debía tanto escándalo. Los hermanos Garmendia ya usaban el cráneo como pelota de fútbol, cuando uno de los adultos se acercó para amonestarlos. Al observar el pozo profundo y la calavera vieja y casi destruida bajo la zapatilla de uno de los hermanitos, estallaron los retos y gritos. La niñera de los Garmendia se acercó y el padre de uno de los chicos la dijo de todo acerca de la falta de límites de los hermanos, pero ella impávida le recordó que a ella solo le pagaban por sacarlos a pasear y que la crianza le correspondía a sus padres, pero que tomaba debida nota del hecho y que le noticiaría a sus padres.
Una vez en sus casa, los hermanos fueron directo a su cuarto a jugar a la Play station. Clorinda la niñera les dijo que se lavaran las manos, que los microbios, que la calle, que el pecado de haber jugado con esa cabeza que alguna vez fue de algún buen cristiano, o no. Pero los chicos no entendieron ni la mitad de las palabras de Clorinda y siguieron en sus juegos. Además, Clorinda ya estaba demasiado vieja para criar vástagos ajenos. Bastante había tenido con sus cuatro hijos, nueve nietos y bisnieto en camino. Por eso, se sentó en su sillón y puso el programa de chimentos de un tal Jorge Díal. Novedades sobre la novia del presidente y la pelea entre dos vedettes del momento.
Al llegar los padres, casi de noche, pasaron de largo a Clorinda que dormía y fueron al cuarto de los chicos. Al abrir la puerta, se encontraron con los hermanitos Garmendia en sus respectivas camas. Todo parecía normal, pero cuando su padre les besó la frente, comprobó que ambos volaban de fiebre. Al encender la luz, vieron que las manos de los chicos estaban cubiertas por una especie de polvo amarillo y los ojos de ambos estaban inyectados por una especie de sustancia como yema de huevo. Temblaban y tiritaban como si murieran de frío. Sin jamás saber que les pasó, los hermanitos Garmendia murieron de fiebre amarilla pocos minutos después. Los padres no hicieron siquiera a tiempo de llevarlos al hospital. Clorinda fue interpelada entre los llantos y gritos de ambos padres, confundidos y desolados a la vez, pero la vieja no sabía que decir. Cuando pudieron serenarse un poco, les contó lo de la plaza, lo del cráneo amarillo y el detalle de que los niños no se quisieron lavar las manos. Clorinda fue despedida en ese mismo instante, pero ya era tarde para todos. La caja de Pandora había sido descubierta.
Los médicos y forenses comprobaron que los chicos, mientras se comían los mocos, había ingerido partículas en estado de latencia que contenían el virus de la fiebre amarilla. Al parecer, ese cráneo, habría pertenecido a una víctima fatal de la epidemia que azotó a la ciudad entre 1870, 1871; y en esa plaza se habrían enterrado algunos cadáveres de aquella fatal epidemia decimonónica.
Ahora bien: lo extraño para los profesionales era la capacidad del virus para transmitirse siglo y medio después. Pero no era una sorpresa del todo. Se sabía que algunos virus podían mantenerse, bajo condiciones específicas, en estado de latencia durante años, incluso siglos. Entonces, los Garmendia, sin saberlo, habían destapado la olla del mal.
Lo que siguió fue tan rápido que tomó por sorpresa a todo el sistema sanitario de una de las ciudades más importantes de América del sur. Claro; los otros chicos que jugaban con Garmendia, los padres de los niños, Clorinda, los médicos, todos los que estuvieron en contacto directo con el cráneo o los chicos enfermaron. Y ellos a su vez, contagiaron a sus familiares, allegados, compañeros de trabajo, transeúntes, todos empezaron a caer uno tras otro, primero con escalofríos, temperatura, ojos y piel amarillenta, y en algunos casos hasta hemorragias sangrantes en ojos, nariz y otras cavidades.
La gente empezó a caer una tras otra. Todos los días morían cientos de personas en la ciudad. El gobierno declaro estado de emergencia sanitaria, pero fue demasiado tarde. Poco tardó para que la epidemia llegara a la misma casa Rosada. De hecho, se decía que el presidente se había contagiado. Estaba tan grave que los informes los estaba dando el jefe de gabinete, que a los pocos días también desapareció del mapa. La Organización Mundial de la Salud reconoció que no podían encontrar la cura ante esa cepa tan virulenta y destructiva y declaró a la ciudad zona de catástrofe.
Además, ya casi no quedaban personas para encarar la situación. La ciudad fue aislada por el Gobierno de la provincia de Buenos Aires y la epidemia, retenida dentro de sus fronteras. A lo largo y ancho del riachuelo y por toda la General Paz, se levantaron muros electrificados y se prohibió el acceso o salida. El gobernador de Buenos Aires tomó el poder del país de forma provisoria hasta llamar a elecciones y La Plata se convirtió en la nueva capital del país.
Pasó un año. Varios helicópteros sobrevolaron la cuidad devastada. Todo estaba abandonado. Autos, camiones, colectivos y bicicletas. Por el suelo, varios esqueletos en posiciones perturbadoras, como dos tomados de la mano. La ciudad había sido abatida por un enemigo que desde tiempos remotos la había amenazado de muerte y había remitido. Pero finalmente, ese enemigo invisible y silencioso, se había metido en el interior de los porteños y los había aniquilado. El país, conmovido, guardó luto durante cinco años, y también el resto mundo declaró el 31 de octubre como día de luto internacional por la tragedia porteña.
A partir de entonces se terminaron los chistes de porteños y la ciudad fue declarada zona prohibida.
Buenos Aires, la ciudad del tango, del colectivo y de los viejos que juegan a las bochas, sucumbió para siempre ante la Peste Amarilla. 

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