Iba acabándose el vino, cuando Pedro entendió que había
llegado el final. ¿De qué? No lo tenía muy claro. Pero sentía en su interior
que comenzaba a elaborarse un duelo. El reloj había dado las seis, pero esta
vez era de verdad el fin de algo. Ya no quedaba casi ninguno de los comensales.
La comedia había salido mal. Todos habían disparado hacia sus casas con malas
caras.
Carlos había ido a encerrarse a su cuarto y desde allí se
oían unas suaves notas en el piano, bastante melancólicas. Su ex novia Rosi, se
había ido hacía un cuarto de hora con su mejor amigo. Esta noche a Carlos le
tocó perder. Pedro se sintió culpable de haber organizado la fiesta y sin
querer, colocar las cartas sobre la mesa para que sucediera cualquier cosa.
Pero no hubo animosidad. Solo el dolor de saber que este grupo de amigos no se
juntaría nunca más a comer, a tomar, a charlar, a bailar o a ver una película.
Era el fin de la infancia. Para todos.
Con Pedro solo quedaba Raúl el santafesino, el cual no solía
involucrarse en los dramas emocionales de sus amigos porteños a los que consideraba
muy llorones. Seguía en la mesa como si todos estuvieran aún allí. Se bajaba
sin parar la última botella de vino. Raúl era un personaje pintoresco, de esos
que le sacan solemnidad a cualquier cosa que pueda prescindir de ella. Antes de
tomarse un vaso de vino, saludaba con una inclinación de cabeza y levantando el
vaso decía “salud a la compañía” o “salud paisano”, “la sangre de Cristo”, etc,
etc. Mientras, Pedro, se encontraba en la nada envidiable tarea de limpiar la
casa. Levantar los platos y vasos. Llevarlos a la bacha de la cocina. Tirar
toda la basura al gran tacho. Tirar botellas de vino, latas. Y por último,
fregar el piso que era un pegote a punto de cobrar vida para así engullir a los
sobrevivientes de la debacle.
La luz del alba empezaba a despuntar por el este, cubriendo
de a poco el cielo nocturno con un leve resplandor celeste que se iba
desperezando lenta pero inexorablemente. Pedro le pidió a Raúl que levantara
los pies para fregar bajo de sus nuevas botas texanas traídas de Estados
Unidos. El santafesino accedió a esta petición y antes de vaciar el último
trago sentenció “por la última curda con los amigos”. Pedro lo miró
comprendiendo que el robusto santafesino sabía todo lo que pasaba a su
alrededor, pero su estilo era el campero: no mostrar sus sentimientos, porque
esa es la trampa en la que para él, caen los hombres de la ciudad. Para después
terminar con problemas en la mente o adictos a drogas foráneas, o se hacerse
gays. Pero Pedro entendía que Raúl tenía una educación distinta, quizás un poco
rústica y conservadora. De todos modos lo quería.
Raúl lo miraba con una mirada comprensiva y amistosa. Le
dijo a Pedro que trajera las guitarras porque algún día tendrían cuarenta años
y se acordarían de la última noche con el grupo como lo conocían desde niños.
Pedro se lo pensó un poco y decidió dejar de limpiar la casa. Ya habría tiempo
para eso. Fue a buscar su guitarra y la de su amigo Carlos. Se la pasó a Raúl
que se había prendido un cigarrillo mientras. Afinaron concentrados. Luego
Pedro se prendió un cigarrillo y lo miró a Raúl. Comenzó un arreglo de arpegio
en si bemol. Raúl se limpió la grasa de las manos en su jean e intentó
acoplarse a la melodía propuesta por su amigo. Sin mediar palabra, los dos
amigos comenzaron a tocar sin pensar en el mañana. Era un diálogo musical en el
cual intentaban ahogar esa pena que ambos compartían, mientras el sol se
elevaba como una plegaria de despedida.
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