jueves, 5 de noviembre de 2020

Iba acabándose el vino

 

Iba acabándose el vino, cuando Pedro entendió que había llegado el final. ¿De qué? No lo tenía muy claro. Pero sentía en su interior que comenzaba a elaborarse un duelo. El reloj había dado las seis, pero esta vez era de verdad el fin de algo. Ya no quedaba casi ninguno de los comensales. La comedia había salido mal. Todos habían disparado hacia sus casas con malas caras.

Carlos había ido a encerrarse a su cuarto y desde allí se oían unas suaves notas en el piano, bastante melancólicas. Su ex novia Rosi, se había ido hacía un cuarto de hora con su mejor amigo. Esta noche a Carlos le tocó perder. Pedro se sintió culpable de haber organizado la fiesta y sin querer, colocar las cartas sobre la mesa para que sucediera cualquier cosa. Pero no hubo animosidad. Solo el dolor de saber que este grupo de amigos no se juntaría nunca más a comer, a tomar, a charlar, a bailar o a ver una película. Era el fin de la infancia. Para todos.

Con Pedro solo quedaba Raúl el santafesino, el cual no solía involucrarse en los dramas emocionales de sus amigos porteños a los que consideraba muy llorones. Seguía en la mesa como si todos estuvieran aún allí. Se bajaba sin parar la última botella de vino. Raúl era un personaje pintoresco, de esos que le sacan solemnidad a cualquier cosa que pueda prescindir de ella. Antes de tomarse un vaso de vino, saludaba con una inclinación de cabeza y levantando el vaso decía “salud a la compañía” o “salud paisano”, “la sangre de Cristo”, etc, etc. Mientras, Pedro, se encontraba en la nada envidiable tarea de limpiar la casa. Levantar los platos y vasos. Llevarlos a la bacha de la cocina. Tirar toda la basura al gran tacho. Tirar botellas de vino, latas. Y por último, fregar el piso que era un pegote a punto de cobrar vida para así engullir a los sobrevivientes de la debacle.

La luz del alba empezaba a despuntar por el este, cubriendo de a poco el cielo nocturno con un leve resplandor celeste que se iba desperezando lenta pero inexorablemente. Pedro le pidió a Raúl que levantara los pies para fregar bajo de sus nuevas botas texanas traídas de Estados Unidos. El santafesino accedió a esta petición y antes de vaciar el último trago sentenció “por la última curda con los amigos”. Pedro lo miró comprendiendo que el robusto santafesino sabía todo lo que pasaba a su alrededor, pero su estilo era el campero: no mostrar sus sentimientos, porque esa es la trampa en la que para él, caen los hombres de la ciudad. Para después terminar con problemas en la mente o adictos a drogas foráneas, o se hacerse gays. Pero Pedro entendía que Raúl tenía una educación distinta, quizás un poco rústica y conservadora. De todos modos lo quería.

Raúl lo miraba con una mirada comprensiva y amistosa. Le dijo a Pedro que trajera las guitarras porque algún día tendrían cuarenta años y se acordarían de la última noche con el grupo como lo conocían desde niños. Pedro se lo pensó un poco y decidió dejar de limpiar la casa. Ya habría tiempo para eso. Fue a buscar su guitarra y la de su amigo Carlos. Se la pasó a Raúl que se había prendido un cigarrillo mientras. Afinaron concentrados. Luego Pedro se prendió un cigarrillo y lo miró a Raúl. Comenzó un arreglo de arpegio en si bemol. Raúl se limpió la grasa de las manos en su jean e intentó acoplarse a la melodía propuesta por su amigo. Sin mediar palabra, los dos amigos comenzaron a tocar sin pensar en el mañana. Era un diálogo musical en el cual intentaban ahogar esa pena que ambos compartían, mientras el sol se elevaba como una plegaria de despedida. 

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