jueves, 31 de mayo de 2012

Un día furioso de otoño


En un día claro se ve hasta siempre. Un día furioso de otoño, en cambio, es la sutileza de lo innoble. De aquello  que no nos mueve un pelo de gato. No nos conmueve.
Revisando los cajones de mi escritorio encontré una carta tuya. Estaba amarilla y con termitas. Como nuestro amor, que se perdió en la ridiculez mayor, la insensatez.
Había fotos nuestras, posando felices para la cámara. Pero ahora vos estás allá y yo acá. Los dos vamos a ser padres de otros hijos, de otros padres.
Nuestros besos quedaron congelados en el tiempo de lo innombrable. Donde solo los dioses pueden perpetuar amores pasados. Como en un cine privado.
Hay mucha humedad a nuestro alrededor. El otoño me pega mal. Sufro. Lloro. Me siento solo, aún estando acompañado. Me duele la rodilla. La humedad me mata.
Los conquistadores no debieron fundar Buenos Aires a la vera del río dulce. No a esta latitud. Se fueron muy al sur. Estas tierras no están malditas. Pero son el súmmum de la melancolía hecha paraje.
Acá, las cosas cuando nos pegan, duelen en serio. Sin embargo existe algo llamado distorsión. Me refiero al golpe sonoro de una buena guitarra eléctrica bien puesta, dispuesta a "cortar con esa tanguinolencia de río antiguo de la Plata" como dijo alguna vez el poeta riverplatense.

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