lunes, 30 de septiembre de 2024

Seisena


A poco de entrar Akela me puso a cargo de mi propia seisena. Cada rama se dividía en diferentes grupos; en los Lobatos eran seisenas, en los Scouts, patrullas, etc. En los Lobatos cada seisena tenía un color, en los Scouts eran animales, en los Raiders, pueblos originarios, etc... A mi me tocó mi propia seisena, la Roja. Pero era casi nuevo y yo iba ahí a pasarla bien. Tener la responsabilidad de estar a cargo de mi propio grupo de chicos me generaba confusión. No tenía aceitado casi nada al respecto de como manejarme y no me extraño que un día, en una formación de las que hacíamos a la noche antes de irnos, me hubieran "premiado" con el honor de ser la peor seisena. En aquel momento no me molestó tanto como hubiese querido, pero con el tiempo resignifiqué mucho esa forrada. Entiendo que querían avisparme porque veían algo en mí, potencial o lo que fuere, buscaban que me autosuperara pongamos por caso. Pero nunca me gustaron esos métodos de forreo, aunque tengan un noble cometido de fondo. 

Un día de la semana tocaron el timbre de mi depa, ahí en el edificio celeste y blanco de Catalinas. Alguien preguntó por mí y se presentó como Mang. Mi hermano que había atendido el portero eléctrico, mofándose mi dijo que alguien que se llamaba Man o algo así me buscaba.  Man y Rama. Yo era tan nuevo que apenas asocié estos nombres estrambóticos con algunos de los chicos de los Scouts. Cuando atendí seguía desorientado y hasta que no bajé los ocho pisos y los vi en la puerta no sabía que Mang y Rama eran Nicolás y Pablo, dos de los seiseneros más importantes de la rama. Nico de la sesisena blanca y Pablo de la Negra. Pero había olvidado sus nombres totémicos inspirados en personajes (un tanto secundarios) del buen Libro de la Selva de Kipling. A veces yo quería ponerme Shere Kan, pero me lo negaban siempre diciendo que el tigre estaba por fuera de la Ley de la Selva. Eso parecía muy importante aunque a mí al principio no me significaba mucho. Para mí El libro de la selva era esa película de Disney que a veces veía en el cable o alquilaba en el video club y que a mi padre le encantaba. 

En ese año de 1993 tuvimos unas Olimpadas Scouts a las cuales fuí pero más de visitante que de otra cosa. No era tan buen corredor como me autopercibía y me dejaron correr por insitente aunque poco pude hacer. O quizás si, pero no recuerdo ninguna victoria épica. Sólo ver a los que eran más grandes correr con todo ahí en los bosques de Palermo. No recuerdo si nuestro grupo ganó alguna palma. Tampoco me interesaba mucho. Si recuerdo (y aún conservo) un pañuelo negro y rojo que nos dieron para esas olimpiadas. Ya he olvidado su función. También ese año encontré en las inmediaciones del grupo una garra de gato negra. Nunca supe de donde había salido pero durante mucho tiempo la usé como adorno de mi uniforme. Hace poco, en un ataque de superstición me deshice de ella, después de tenerla treinta años conmigo. Como era de esperarse, mi suerte no cambió ni para bien ni para mal. En agosto de ese año cumplí diez años y antes de que terminara el año, un compañero de mi grado que era compa mío ahí en los Scouts dejó el grupo y nunca supe por qué. Hace un año hablé con él por Instagram y me dijo que se había ido con sus hermanos a otro grupo Scout. Ahora me parece una nadería, pero en el momento en que abandonó yo me sentí afrentado y en aquel momento nunca quise saber por qué se había ido. 

Para fin de año tuvimos una gran Kermese que se hacía para juntar fondos para el campamento de verano. Esa Kermese fue la primera de mi vida y me pareció muy divertida, con juegos como el Tumbalatas, la ruleta, emboca la bocha, el sapo y muchos juegos más. Mis padres fueron y jugaron y algo ganaron. Había lucesitas por todo el predio y todas las familias de los chicos Scouts estaban ahí participando con comidas, juegos y actuaciones.  Y si bien mis viejos no me dejaron ir a ese primer campamento de verano porque pasabamos todo el verano en Mardel y otra parte en Merlo, me quedé con las ganas y tuve que esperar un año más para poder irme con ellos. Mi vida en Catalinas era como la de cualquiera que vive en un pueblo, simple, despreocupada y feliz.

domingo, 8 de septiembre de 2024

Nuestro Gran Jefe


Cuando entré a los Scouts, en 1993, me sentía un pibe muy ocupado. Los viernes por la tarde iba a Yoga para chicos, los sábados por la mañana iba a torneo de fútbol del colegio y a las 15 horas, entraba a los Scouts hasta las 20, cuando salíamos de misa. Los domingos estaba con mi familia y solíamos quedarnos en casa, a lo sumo ir a dar una vuelta por el Parque Lezama, San Telmo o ir a dar una vuelta con mis amigos por mi barrio Catalinas Sur. Además, estaba yendo a Catequesis porque estaba a punto de tomar la Comunión, aquel rito de traspaso cristiano para chicos católicos. 

No hacía mucho que había empezado a ir a los Boy Scouts (los de mi barrio eran Católicos pero existían grupos que no lo eran) cuando tomé la Primera Comunión. De aquello sólo recuerdo haber ido durante un año a Catequesis donde nos daban clases acerca de los temas clásicos de la Cristiandad. Los pecados mortales, otros pecados menores, el Cielo, el Infierno y todo lo demás. Además cantábamos el Aleluya, nos leían pasajes de la Biblia y bueno... yo aceptaba todo eso sin mayores problemas porque por parte de mis padres y, sobre todo de mis abuelos, en mi familia existía algo parecido fe cristiana católica. Quizás mi abuela paterna (cordobesa), era la más devota de la familia y quién más se preocupaba por la educación religiosa de sus nietos, mi hermano y yo, más mis dos primas. Pienso que en ese momento, nadie se cuestionaba mucho acerca de todo eso. Mi abuela me hacía rezar el padre nuestro, el ave maría o el ángel de la guarda y yo repetía todo aquello sin entender muy bien pero a la vez sintiendo que era algo positivo. Uno sentía que eran buenos valores que la mayoría aceptaba porque era algo bueno pero sobre todo por respeto a la fe de nuestros mayores. 

Retomando, cuando entré en los Scouts, me encontraba en ese proceso de Comunión y era un momento muy especial. Porque convergía la cataquesis y los Scouts, ambos en el colegio privado del barrio, Nuestra Señora de los Emigrantes, que en sí, era el colegio rival al que yo iba que era un colegio público y laico, el Della Penna. Nos vivíamos cantando canciones de rivalidad y a veces podía haber cierta pica, pero ellos eran los chetos del barrio y nosotros los gronchos. En realidad, los que íbamos al turno mañana nos considerábamos mejores que a su vez, iban al turno tarde de nuestro colegio. Chicos venidos de La Boca profunda. Yo nunca tuve esos rollos de grandeza pero otros sí y estaba quienes negaban vivir en La Boca y sólo reconocer vivir en Catalinas Sur, pero era un acto de negación bastante patético. 

Siendo entonces que me encontraba en un momento de estar rodeado por mucho catolicismo, en mi cabeza existía la idea de que en verdad había una comunión mía con lo superior. En la misa de los sábados a las 19, después de haber estado cuatro horas yendo y viniendo por el patio Scout, haciendo juegos, aprendido cosas de scoutismo, escuchando leyendas, merendado y demás, y ahora... llegaba la hora de bajar cinco cambios. Algunos chicos se quejaban y no querían ir. A mi no me volvía loco, pero una vez allí, sobre todo en el momento de comunión y silencio, la eucaristía, entonces sí sentía una conexión y me entregaba a ella. La sentía como algo lindo, de conexión profunda. En mi cabeza volaban mil pensamientos acerca de todo lo que aquello podía significar. Pero la Iglesia del barrio era moderna e imponente a la vez. Los cantos de los feligreses le daban otra motividad al asunto y lejos de sentirme como Bart los domingos en lo del Reverendo Alegría, yo sentía un disfrute allí que nunca me atrevía a confesarle a mis pares. La simbología de los vitreaux, las luces, la ceremonialidad, los cuadros del vía crucis, el olor a madera de los enormes bancos, la mirra... Todo formaba parte quizás de un adoctrinamiento, pero yo lo disfutaba sin reconocerlo, porque me parecía que era parte de algo más grande de lo que se podía ver. 

A poco de haber empezado a ir a los Scouts, tomé la Comunión y de aquel día en sí no guardo recuerdos especiales más que el hecho de que vino mi familia. Por ahí está mi foto sentado en posición de orar, en un altar, con un corte taza, abundante pelo lacio y rubio, más un reloj celeste pulsera que aún conservo en una cajita de recuerdos de la infancia. Y de la ceremonia en sí, para mi fue la primera vez que sentí el gusto del vino de la hostia mojada. Fue un encuentro inesperado porque el sabor me pareció entre polémico y delicioso. Si mal no recuerdo, Akela (la dirigente a cargo de los Lobatos, o sea mi rama), vino a presenciar mi Comunión con el resto de los chicos. No estoy seguro de este último dato pero creo que así fué. Quizás por haber caído un sábado, pero no estoy seguro. Cuando volví al grupo Scout al sábado siguiente, Pablo Rancho me torció el brazo y me dijo que me odiaba. Algo pasaba pero me sentí tranquilo de no haber provocado su odio. Era algo que me pasaría a partir de ahí toda mi vida, pero cuando era más chico, entendía menos la situación y entonces también me afectaba menos. Dentro del grupo había algunos dirigentes que tenían un nivel de flasheada tan grande respecto a la cristiandad, que uno por momentos parecía que estaba viendo a los caballeros de la mesa redonda. Ahí estaban sir Gawain, sir Lancelot, sir Perceval, sir Héctor, sir Galahad, etc. Y era tal así que cuando mandaban alguna notificación a nuestros padres, porque sí, en las primeras ramas era algo parecido al colegio, se despedían firmando: Un gran abrazo en Jesucristo nuestro gran jefe. Amén.